En Dos conceptos de libertad (1958), el filósofo Isaiah Berlin traza una distinción entre dos formas de leer la noción de libertad: “negativa” y “positiva”. Tony Blair, durante su mandato como Primer Ministro del Reino Unido (1997-2007), tomó nota de esta división conceptual en el marco de la reconversión que realizó del partido laborista en el New Labor, la conocida Third Way (tercera vía) que intentaba actualizar los presupuestos de la socialdemocracia incorporando elementos de la tradición liberal. Blair defendía la noción de “libertad positiva” en términos de una libertad “para”, en contraposición a la idea de libertad “frente”, vale decir, la segunda solo implicaba estar libre de obstáculos, restricciones o interferencias, mientras que la primera daba cuenta de los recursos necesarios para poder desplegar un plan de vida. También podemos pensar esta cuestión en términos de libertad formal versus libertad efectiva.

Sin embargo, ambas no se oponen, al contrario, la libertad negativa es la condición necesaria de la libertad positiva pero no era suficiente para la perspectiva de Blair. No tener restricciones para hacer algo no lleva necesariamente a poder hacerlo efectivamente, si no tenemos un piso garantizado, aquellas personas que hayan nacido en condiciones desfavorecidas, en extrema pobreza, en familias disfuncionales (con padres alcohólicos o con problemas de adicción), rodeados de ambientes hostiles (todos factores sobre los cuáles no hay mérito ni voluntad alguna en juego, sino son producto del azar) no tendrán las mismas oportunidades que aquellos que sí nacieron en condiciones razonablemente favorables.

En este sentido, la libertad positiva necesariamente lleva a la búsqueda de una esfera de igualdad mayor a la mera igualdad ante la ley defendida por los liberales clásicos y que los liberales progresistas desde luego también apoyan: la igualdad de oportunidades o de recursos. Esta igualdad requiere de una acción mayor del Estado sin que ello implique la conformación de una cultura de la dependencia ni el burocratismo del Estado de bienestar clásico pero sí una voluntad de generar las condiciones de igualación desde la posición original, esto lleva a que la educación, la sanidad o la infraestructura sean áreas donde el Estado deba tener presencia para apuntar, aunque sea aspiracionalmente, a un punto de partida equitativo para todos los ciudadanos.

En este sentido, la obra de John Rawls, de quién este año se cumplieron cien años de su nacimiento, será fundamental para el desarrollo de un liberalismo progresista contemporáneo. Antes de la irrupción de Rawls en la tradición de la filosofía política angloamericana se atravesaba lo que se dio en llamar “el período del silencio prolongado”, una concepción tal de la filosofía y del positivismo lógico que hacía casi imposible la filosofía práctica. Rawls rompe con eso de un modo espectacular, con un libro que ha devenido un clásico y respecto del cual todos los filósofos políticos se ven en la obligación de fijar una posición (a favor, en contra): Teoría de la justicia (1971). Se trata de un texto que responde a un momento específico: la contestación de los sesentas (cuándo lo escribió), la época de Kennedy, Luther King, el hippismo, la contracultura californiana y el movimiento de los derechos civiles.

Producto del espíritu progresista que mencionamos, la visión rawlsiana piensa la justicia como equidad y para ello coloca lo correcto (right) sobre lo bueno (good). Partiendo de un supuesto acuerdo original (de cuño neocontractualista), Rawls plantea lo que llama el “velo de ignorancia”, una noción que funciona como la condición previa de un hipotético acuerdo dónde ninguno de los pactantes conoce sus características, recursos y capacidades, es decir, desconoce su clase social, su origen de nacimiento, su género, entre otras variables.

Como consecuencia de esta condición pactante, la visión de la filosofía política de Rawls equilibra libertad individual con igualdad de oportunidades (equidad en el punto de partida): en ella cada individuo tiene derecho a la máxima libertad posible partiendo de la misma línea de inicio y en procura de la conformación del plan de vida personal que determinará los resultados de acuerdo al talento, trabajo y mérito de cada uno. De modo que para la posición liberal progresista la libertad individual no se opone a la igualdad, sino a la opresión.

Será John Rawls quién exprese de modo inmejorable esa visión política del denominado “liberalismo igualitario” en la segunda mitad del siglo XX pero esta posición en rigor tiene un linaje que se remonta al siglo XIX y que se articula sobre tres elementos: 1) el liberalismo político (defensa de las libertades individuales, tolerancia, distinción entre Estado y sociedad civil), 2) el republicanismo (virtud cívica de la ciudadanía), 3) el socialismo (reforma del capitalismo bajo un ideal de equidad).

En gran medida, el padre intelectual del liberalismo progresista o socioliberalismo será John Stuart Mill, quién respondiendo a los problemas de la Revolución Industrial (déficit social, condiciones laborales) desde una perspectiva utilitarista buscará un equilibrio entre libertad e igualdad a partir de la finalidad puesta en el placer o bienestar del mayor número de la población al menor costo. Bebiendo de influjos teóricos de la filosofía hedonista de Epicuro, el utilitarismo milleano planteará las bases para dar cuenta de una igualdad efectiva mayor que la igualdad ante la ley. En esta genealogía podemos situar también al ordoliberalismo alemán (sobre todo la visión de Müller-Armack) que tomó el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) para actualizar su doctrina (renunciando a los presupuestos marxistas y keynesianos) en la década cuarenta, a la segunda izquierda de Michel Rocard en la Francia de fines de los setentas, a las propuestas liberales igualitarias de Ronald Dworkin y del economista indio Amartya Sen, así como a la llamada tercera vía de Anthony Giddens.

El liberal progresista dialoga con afinidad con liberales clásicos (con quiénes comparte plenamente la defensa de las libertades civiles y la aceptación de la economía de mercado como creadora de riqueza), de igual modo que con socialdemócratas modernos (con quiénes coincide en una vocación económica más distributiva y cierta herencia cultural de izquierda); así como está a la izquierda de los primeros, está a la derecha de los segundos. El liberal progresista se mueve entre el centro y el centroizquierda, manteniendo una fuerte distancia crítica tanto de las derechas e izquierdas populistas, del nacionalismo y del conservadurismo moral. En tiempos de maximalismos anarcocapitalistas y de confusión ideológica por parte de muchos jóvenes que se autoperciben liberales es necesario que esta tradición sea revisitada y recuperada.

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